EMILIO PETTORUTI

La lección del maestro
"Varias son las ciudades que amo, ya sea por su belleza o por las bellezas que atesoran, los recuerdos que más traen o lo mucho que les debo en el desarrollo de mi vida: entre ellas y en primerísimo término se encuentra Florencia, luego Roma, Milán, Munich, París, Buenos Aires; pero existe una sobre todas a las que me siento ligado por lazos de profundo afecto y recuerdos que me son muy caros: es La Plata, la ciudad más joven de mi país, de planta urbana cuadrada cruzada por diagonales abiertas, emplazada en una llanura sin fin sobre la margen del río más ancho del mundo, con aguas espesas de deslumbrante color óxido o plata de tonalidades cambiantes. Los colores y las formas que retuve cuando niño, las llevé conmigo por dondequiera fuesen mis pasos y están en mis telas".
Este recuerdo emotivo de su ciudad natal pertenece a Emilio Pettoruti, el pintor argentino de mayor estatura internacional, vanguardista en tiempos de combate, incomprendido y rechazado, objeto de burla por parte de un país que mantenía su aire campesino y retardatario. Un pintor que debió soportar que en 1947, nueve años antes de que se le otorgara uno de los más importantes premios internacionales, se intentara desde esferas oficiales rechazar su obra en el Salón Nacional por considerarla parte del "arte degenerado" término igual al utilizado por el nazismo para calificar a las expresiones de vanguardia.
Sin embargo, ninguna puerta cerrada, ningún insulto ni burla, variaron el reconocerse argentino y su amor por La Plata. Recordaba Hugo Soubielle, un reconocido pintor platense, que llegado él a París en los años 60, le habló por teléfono para llevarle unos libros que le enviaba el doctor Noel Sbarra y Pettoruti, que ya era un pintor famoso en Europa, lo recibió ese mismo día en su casa "y charlamos tanto, que me quedé a cenar, y después seguimos hablando hasta las 2 de la mañana, algo raro en él porque era muy metódico y siempre se acostaba antes de las 11 de la noche. Pero a esa hora me preguntó, "¿sabe qué día es hoy? Hoy es 19 de noviembre, el día de nuestra ciudad" y llamándola a su hermana, le pidió que trajera champagne para brindar por La Plata". El maestro guardaba la imagen casi fundacional que había conocido de chico, con "plazas de un verdor incomparable y un magnífico bosque de eucaliptos donde el birloche de mi abuelo o nuestros caballos, retardaban el paso para respirar mejor el perfume de la fronda; bosque de ensueño que el vandalismo edilicio se encargó de devastar para amonedar la madera de sus árboles gigantes".
Emilio Pettoruti nació a las cuatro y cuarto del 1º de octubre de 1892 en una ciudad que recién comenzaba a levantarse y que tenía menos de diez años de vida. Vivió con sus padres en una casona de 3 y 54 señalada hoy con una chapa recordatoria. Su vida de chico transcurrió en el Bosque cercano, que tanto amó, y en lo de su abuelo, en diagonal 74 y 11, en donde a los 11 años pintó en lo alto de un muro un gran canasto azul con flores amarillas, en una precoz demostración vocacional que supieron leer sus mayores. Recuerda en su libro "Un pintor ante el espejo", su breve paso por las academias de Antonio Del Nido, un pintor español muy viejito y la de Atilio Boveri, de quien no guardó un buen recuerdo y de Emilio Coutaret. Pero lo que más rescata de ese tiempo es la inquietud de los jóvenes y la avidez por la lectura. De esa ciudad todavía pequeña pero en la que cabían grandes utopías, guardó sus encuentros en la biblioteca del Jockey Club con Benito Lynch o con Rafael Arrieta y sus visitas a Almafuerte.
Pero esa vida en donde los sueños ocupaban más que las realidades, dio un giro total en 1913, cuando partió a Italia en donde lo recibió el estallido de la vanguardia y se zambulló de lleno en ella. Tomó contacto con los jóvenes artistas y con el ya famoso Marinetti, el autor del Manifiesto Futurista. Viajó por Italia y expuso en sus principales ciudades con un buen reconocimiento de crítica lo mismo que en Berlín. En 1923 se radica en París por breve tiempo trabando amistad con Juan Gris y Gino Severini. En 1924 regresó a Buenos Aires, exponiendo en octubre de ese año en Witcomb en donde su muestra, decididamente vanguardista para nuestro país, provocó un escándalo lo mismo que en una exposición que realizó en nuestra ciudad en donde llegaron a escupirle sus telas. Pettoruti siguió trabajando, dando conferencias para explicar la vanguardia y exponiendo con la precaución de poner vidrio a sus marcos para proteger sus obras. En 1927 fue nombrado director del Museo Provincial de Bellas Artes.
En 1940 comenzó a cambiar su relación con el país. Una primera muestra retrospectiva en Buenos Aires cosechó muy buena crítica. Las burlas y los escupitajos habían quedado atrás. Viajó en 1944 a Estados Unidos, recorrió universidades, mostró sus obras. Paso a paso alcanzó el reconocimiento que merecía y que tuvo su máxima expresión en 1956, al ganar el premio Guggenheim de las Américas y al estar a punto de obtener el Premio Mundial otorgado ese año en París a Ben Nicholson, Pettoruti estuvo entre los tres finalistas junto a Tamayo. Pero ya Europa lo había valorado y le había abierto las puertas de sus principales galerías y museos. En ese lapso tuvo un sólo tropiezo. En 1947 sectores muy reaccionarios se habían apoderado de la cultura oficial y presionaron para que un jurado integrado por Soldi, Policastro y Césareo Bernaldo de Quirós rechazara su obra en el Salón Nacional por considerarla "arte degenerado", lo que fue rechazado por los tres. Eran los mismos sectores ultramontanos que coparon las Universidades años después, en tiempos de Isabel Perón.
No fue sencilla la vida de Pettoruti en La Plata y en el país en los primeros años. De vuelta de Europa, en unos años 20 llenos de ebullición universitaria y poética entre las diagonales y las plazas, Pettoruti no tuvo buena acogida entre sus pares para los que la vanguardia era todavía el impresionismo de fines del siglo XIX. Entonces su refugio fueron los poetas, Panchito López Merino que publicó una elogiosa crítica en uno de los diarios de entonces y Delheye, Rippa Alberdi y Mendióroz. Fueron sus amigos, los que compartían su mesa de café y el intercambio de ideas. En Buenos Aires ocurrió otro tanto. Mientras los pintores le organizaron una muestra paralela burlándose de su arte, fueron los integrantes del grupo Martín Fierro los que lo apoyaron y protegieron.
Panchito López Merino escribió en 1925 que "los motivos que Pettoruti ha realizado constituyen, en su mayoría, jardines fragmentarios, nubes cercanas, árboles florecidos, olivos de un verde casi húmedo, tardes de un gris lluvioso, que despiertan en la memoria ecos verlenianos, melódicas sugestiones de balada". Pero debe reconocerse que no todos obraron de la misma forma. Si bien dirigentes del Jockey Club de La Plata concurrieron a su estudio para adquirirle un cuadro para la pinacoteca de la institución y al ver las pinturas no se animaron a hacerlo, sus cuadros fueron comprados por una oligarquía educada en sus viajes anuales al viejo continente. Por eso Nazar Anchorena, Güiraldes -el padre de Ricardo- y el entonces gobernador de Córdoba, Ramón Cárcano, todos de filiación conservadora, adquirieron sus obras. Cárcano un bellísimo cuadro que hoy muestra el museo Caraffa, "Los bailarines".
Hombre tenaz y de fuerte carácter, muchas veces sorprendente, como cuando buscaba un azul para un mosaico que estaba realizando y no lo hallaba, porque debía ser "un" azul y no cualquiera. Cuentan que un día paseaba y en una casa de regalos vio un gran florero exactamente de ese azul. Ingresó al negocio y lo compró y en el momento en que iban a envolverlo lo golpeó contra el mostrador hasta romperlo. "Así el paquete es más pequeño", le dijo al asombrado dependiente. Radicado en Europa no todos tuvieron la suerte de Soubielle, con el que trabó amistad y hasta recibió como regalo de despedida una cena en un famoso restaurante en donde Pettoruti eligió el menú en secreto con el mozo: un bife con papas fritas y huevos fritos. Contaba otro pintor muy reconocido en la Argentina que al llegar a París conoció a una de sus alumnas. Al saberlo argentino le dijo que le pediría a Pettoruti que lo recibiera. Cuando se lo consultó, el maestro que estaba en plena tarea para una muestra le dijo: y bueno, decile que venga aunque no tengo tiempo, porque sino andan diciendo que no recibo a nadie. Desde ya, el pintor argentino no lo visitó.
Pettoruti fue un clásico que vivió su tiempo y se expresó en el lenguaje de su época. Pocos pintores han logrado su perfección y sus obras de una belleza indiscutida, tienen un manejo del color muy personal y de una delicadeza que aporta lirismo a una geometría que podría haber sido polar. Hugo Soubielle señala que "tuvo un sello distintivo que está presente en toda su obra. Aunque él se decía constructiva tuvo una influencia clara del cubismo. Pero su paleta es claroscurista con una enorme preocupación por captar la luz. Discutía a los cubistas aunque para él, según me dijo, el más grande de todos fue Juan Gris. A los otros los consideraba muy toscos y Pettoruti era muy refinado. Hay mucha modulación del color".
Carlos Pacheco, otro reconocido pintor platense, lo reconoció en su momento como "un pintor excepcional con una paleta no cubista, muy elegante y hasta le dio al cubismo un lujo que a veces puede parecer excesivo. Pese a su gran calidad, no puede decirse que haya sido un precursor. El llega a la vanguardia cuando ya está instalada en Europa. Por lo que tengo entendido no era una persona fácil porque tenía un carácter muy fuerte".
Alberto Sartoris, crítico italiano, lo definió como "un moderno que pinta como un clásico" y ese grande de la crítica y de la promoción del arte nuevo que es Rafael Squirru, tituló su comentario como: Pettoruti, la épica de lo clásico y lo finaliza afirmando que "es precisamente este equilibrio logrado al máximo en nivel intensidad, lo que hace de Pettoruti uno de los grandes clásicos de nuestro tiempo, un pintor épico como corresponde a su condición americana, respuesta del pueblo-continente, como lo quiere un pensador peruano, al lirismo hondo de un Juan Gris. Clásico por vocación y por oficio, este maestro argentino nos habla de la aventura humana que se traduce en una historia que no cesa, aquí, en nuestra América".

DARDO ROCHA

El fundador y algo más...
Por Fernando Enrique Barba
Cuando a cualquier platense se le pregunta quién era Dardo Rocha enseguida responde que el fundador de La Plata; pero generalmente su conocimiento sobre nuestro personaje no pasa más allá. Lo mismo sucede en la historia argentina en donde es conocido por el mismo hecho, sin duda de importancia trascendental en la vida institucional tanto de la provincia como en la de la Nación. Precisamente, al ubicarlo casi exclusivamente como "el fundador" ha hecho que su figura y trayectoria no mereciera ser estudiada por profesionales de la historia quienes, en su mayoría, desconocieron o soslayaron al menos, la multifacética figura de Rocha. De hecho, sólo dos autores han escrito específicamente sobre él, en 1940 Octavio Amadeo y recientemente la investigadora platense Hebe Blasi ha hecho un magnífico trabajo sobre el fundador.
En efecto, la vida, la obra y las acciones han quedado empalidecidas por la fundación de la nueva capital de la provincia de Buenos Aires; sin embargo, éste episodio sólo ocupó un breve espacio de su amplia trayectoria pública que abarcó la política, la educación, el periodismo y la milicia.
Nació en la ciudad de Buenos Aires el 1º de septiembre de 1838, siendo sus padres el coronel Juan José Dardo Rocha y Juana Arana. En dicha ciudad cursó los estudios primarios y secundarios para luego incorporarse a la Universidad para estudiar la carrera de Derecho. Mientras así lo hacía también se daba tiempo para incursionar en el periodismo. En 1857 editó el semanario La Nueva Generación y también colaboró en 11 de Septiembre y La Espada de Lavalle; simultáneamente comenzó a militar en la política dentro del seno del oficialismo que defendía los derechos de Buenos Aires frente a la nación, siguiendo las ideas que motivaron la revolución del 11 de septiembre de 1852. Esta militancia se vio continuada lógicamente en el autonomismo nacido como consecuencia de la ruptura del partido Liberal en 1862.
Sus estudios fueron interrumpidos en 1859 debido a la ruptura de relaciones y posterior guerra entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina. Se incorporó entonces a la escuadra porteña en calidad de Teniente de Marina y secretario del jefe de la misma, el coronel Antonio Susini. Luego de la derrota de Mitre en la batalla de Cepeda, el 23 de octubre, la angustia ganó a la mayor parte del pueblo y gobierno de Buenos Aires. A la tarde del 25 llegó a la ciudad de Buenos Aires el teniente Dardo Rocha, con pliegos desde San Nicolás, de donde había partido el día anterior. Navegó sin descansar, arribó a San Fernando, allí consiguió caballo, y al oscurecer entraba a gran galope por las calles porteñas, después de 32 horas de viaje. Relata Cárcano que halló al gobernador Valentín Alsina en su domicilio acompañado de Manuel José Guerrico.
-Señor gobernador, traigo este oficio del general en jefe -dijo Rocha. El gobernador tomó el pliego con indiferencia y no parecía muy interesado en imponerse de su contenido, cuando reaccionando preguntó vivamente:
-¿De qué general en jefe?
-Del general en jefe del ejército de operaciones -contestó Rocha
La llegada de estas noticias tranquilizaron al gobierno y acentuó aún más, la intolerancia hacia el presidente de la Confederación, general Urquiza, tema que aquí soslayaremos por cuestiones de espacio. Al reiniciarse en 1861 la guerra entre la Confederación y Buenos Aires se alistó nuevamente como Teniente 1º en el 2º Batallón del Regimiento 1º de Guardias Nacionales y con el mismo participó en la batalla de Pavón el 17 de septiembre del mismo año. Pacificado el país con el fin de la guerra fratricida, Rocha reinició nuevamente sus estudios, recibiéndose de abogado en 1863, a la edad de veinticinco años. Como expresa Blasi, la tesis doctoral trató sobre "La ley federativa como única competencia con la paz y la actual libertad humana" y fue presentada el 28 de mayo y el 19 de noviembre de ese año se incorporó a la Academia de Jurisprudencia, aprobando su admisión con un brillante examen.
Iniciada la guerra del Paraguay, Rocha abandonó su cargo de Fiscal de la Marina y se incorporó como Sargento Mayor comandante del 5º Batallón de la segunda división "Buenos Aires", que formaba parte de la cuarta brigada. Participó del combate de Pehuajó el 31 de enero de 1866, donde el comandante Carlos Keen murió en la carga y Rocha ocupó de inmediato su puesto, distinguiéndose por su valentía. Muerto su caballo con un balazo en la cabeza, hecho que seguramente salvó la vida a Rocha, éste se levantó y avanzando espada en mano al frente del 5º gritó: " ¡Adelante muchachos¡ ¡Viva Buenos Aires¡". Al frente de dicho batallón, Rocha realizó el pasaje del río Paraná por el Paso de la Patria y en la toma de la batería de Itapirú producida entre el 16 y 17 de abril de 1866, combatió en Estero Bellaco, Tuyutí y Curupaytí, donde fue herido de consideración y como consecuencia de ello debió retornar a Buenos Aires para su cura.
A su regreso fue electo, en 1864, diputado a la Legislatura bonaerense, cargo que desempeñó hasta 1870. Fue asimismo Oficial Mayor de la secretaría de Negocios Constitucionales y luego subsecretario en el Ministerio del Interior, durante la presidencia de Sarmiento. En 1873 fue elegido diputado Nacional y al año siguiente obtuvo la banca de Senador Nacional por Buenos Aires. Su acción como legislador fue muy importante; vinculó su nombre a numerosas iniciativas relacionados con el desarrollo provincial y nacional, entre ellas el estudio para la navegación del río Bermejo, aumento de la artillería del ejército, aranceles aduaneros proteccionistas, ley de patentes de invención, préstamo de dinero de la provincia a la Nación para paliar los efectos de la crisis de 1873. Fue senador nacional desde 1874 hasta el 1º de mayo de 1881, fecha en que se hizo cargo del gobierno de la provincia, ocupó la presidencia del Senado con carácter provisional en 1877 y la vicepresidencia en 1879.
Formó parte de la Convención provincial de 1870-1873 reformadora de la constitución del Estado de Buenos Aires de 1854 teniendo importante participación en la discusión relativa a las cuestiones relacionadas con la ley electoral. Se destacó como uno de los jefes del partido Autonomista de Adolfo Alsina, y luego se convirtió en figura importante del Partido Autonomista Nacional que apoyó a Roca para la presidencia en 1880. Es sabido que la llegada de Roca y el proyecto de éste sobre federalizar la ciudad de Buenos Aires, llevó a la revolución de Carlos Tejedor, gobernador de Buenos Aires, en 1880.
Como último acto importante de su gestión. el 24 de agosto de 1880, Avellaneda envió al Congreso el proyecto de federalización del municipio de Buenos Aires. Rocha fue miembro informante de la Comisión de Negocios Constitucionales y por supuesto, habló en favor de la idea presidencial. El 21 de septiembre fue sancionado y remitido a la Legislatura provincial para su ulterior aprobación. La ley sancionada establecía que la Nación tomaba a cambio del Municipio, la deuda externa de la provincia y pagaría a esta, una indemnización por los edificios y obras públicas de la ciudad que le hubiesen pertenecido. La ley de cesión fue sancionada en la legislatura provincial el 26 de noviembre y promulgada el 6 de diciembre, con lo cual se cerraba este largo capítulo de la historia argentina.
Concretada la cesión de Buenos Aires, Rocha, quién contaba con el explícito apoyo de Roca, fue electo sin oposición gobernador de la provincia, siendo vicegobernador Adolfo Gonzales Cháves. Al tomar posesión del cargo, el 1º de mayo de 1881, expresó que la nueva capital debería necesariamente ser algo más que un simple centro administrativo de escasa relevancia y difícil desenvolvimiento. Por decreto de 4 de mayo fijó las condiciones que debía ofrecer la localidad o lugar que se destinase a la capital provincial, siendo excluyente la facilidad de acceso a vías de comunicación, tanto con el interior como el exterior del país, haciendo visible la proximidad a una vía navegable de importancia, pudiéndose ligar con las redes camineras y ferroviarias troncales de la nación. Para cualquier observador era evidente que la nueva capital debía tener una posición similar a la de Buenos Aires. Abreviando este asunto, diremos que se tomó la decisión de levantar la nueva capital en las Lomas de la Ensenada y la misma fue fundada con el nombre de La Plata el 19 de noviembre de 1882.
Rocha gobernó la provincia de Buenos Aires hasta el 1º de mayo de 1884 cuando fue sucedido en el cargo por el Dr. Carlos D'Amico. Se esperaba, por el prestigio alcanzado por el gobernador saliente que sería candidato oficial y futuro presidente en 1886; sin embargo, serias desavenencias con Roca por una parte, y por el fuerte aparato montado en el interior del país por Juárez Celman, derribaron esas expectativas. La dupla Rocha-Benjamín Gorostiaga renunció a sus aspiraciones a favor de Manuel Ocampo, que resultó derrotado por el aparato oficialista en 1886. Rocha se convirtió nuevamente en Senador Nacional por Buenos Aires, cargo que desempeñó entre mayo de 1884 y abril de 1892. En ese año, al retirarse del alto cuerpo legislativo, dio por terminada de hecho su carrera pública. Sin embargo, habría de representar a la República en dos ocasiones, como ministro en Bolivia tratando sobre cuestiones de límites y en misión presidencial frente al gobierno de la República del Paraguay. Fue también el primer Rector de la Universidad Provincial de La Plata creada en 1897, la cual fuera nacionalizada en 1905 dando origen a nuestra actual alta casa de estudios. Fue también conjuez de la Suprema Corte de la Nación por varios años y actuó como presidente del Jury de enjuiciamiento. En 1898 fue miembro de la Convención reformadora de la Constitución Nacional.
Dardo Rocha falleció en su casa, hoy desgraciadamente demolida, que se hallaba situada en Lavalle 835 de la ciudad de Buenos Aires, el 6 de septiembre de 1921. Su entierro fue una manifestación del profundo y sincero pesar que causó el deceso de este eminente ciudadano. La concurrencia al entierro se calculó en 3000 personas y hablaron en el acto el Ministro de Gobierno de Buenos Aires, Obdulio Siri, el Comandante Bradley por el Centro de Guerreros del Paraguay; el Intendente Municipal de La Plata, Dr. Enrique Rivarola; el Dr. Mariano de Vedia y Mitre, el Dr. David Peña y otros conocidos personajes. Sus restos fueron inhumados, por expreso pedido de Rocha del día anterior al fallecimiento, junto a su esposa en el cementerio de la Recoleta. El 19 de noviembre de 1940, los restos de Rocha y su esposa fueron trasladados a la cripta existente en la catedral de La Plata donde hoy descansan.

CARLOS LUIS SPEGAZZINI

El ilustre sabio platense
Por Carlos Antonio Moncaut
Nacido en Bairó, provincia de Ivrea, Piamonte, Italia, el 20 de abril de 1858, Era hijo del general del ejército piamontés Luis Spegazzini y de Carolina Turina, perteneciente a una familia de diplomáticos. Su padre lo orientó a la carrera militar, pero, por su espíritu rebelde, pronto la abandonó para dedicarse apasionadamente a las ciencias biológicas, en especial la botánica y de ella a la micología, que estudió al lado del célebre micólogo Saccardo.
Spegazzini sabía de todo y era fuerte en todo. Cuéntase que en sus diarios viajes en Tren de ida y vuelta, de La Plata a Buenos Aires, con su gran amigo Florentino Ameghino, solía mantener conversaciones sobre temas paleontológicos; por lo general coincidían en sus opiniones. También con algún entendido en astronomía demostraba su fuerte sapiensa sobre esta ciencia. Sus conocimientos eran amplios: director de Anatomía Descriptiva; preparador del GAbinete de Historia Nacional de la Universidad de Buenos Aires, profesor de química y de las diversas ramas de las ciencias naturales en la Escuela Normal y en el Colegio Nacional de La Plata; director general de estudios de la facultad de Agronomía y profesor de botánica, de zoología y de nosología vegetal.
Spegazzini era un políglota: dominaba el latín y el griego, hablaba todos los dialectos italianos; el francés, el alemán, el inglés, el castellano, el portugués, los idiomas de la Malasia, el japonés, las lenguas fueguinas, el guaraní, etc.
El 28 de diciembre de 1879 llegó a nuestras playas especialmente recomendado al Dr. Domingo Parodi, después de una breve estadía en Brasil, donde no se detuvo en razón de la fiebre amarilla que agobiaba a aquel país. En 1881, cuando arribó la expedición de Bove, se integró como botánico representante de la Universidad de Buenos Aires. A menos de dos años de fundada la ciudad de La Plata, Spegazzini se radica en ella donde establece su hogar en la calle 56 y 10, uniéndose a Doña María de la Cruz Rodríguez, nacida en Asunción del Paraguay. Tuvo de ella 11 hijos. El mismo dirigió la construcción de su casa, que pudo concretar con el producto de sus ahorros.
A partir del 17 de marzo de 1885 se hace cargo de las cátedras de Higiene e Historia Natural del Colegio Provincial de esta ciudad que instala junto con otros profesores. El 16 de diciembre de 1889 Spegazzini es nombrado miembro de la nueva Facultad de Agronomía y Veterinaria (Instituto Agronómico de Santa Catalina) trasladado a La Plata y elevado a Facultad. Pero Spegazzini antes de fundarse La Plata ya conoció los campos en que ella habría de nacer.
Corre el año 1881. El 3 de junio, el entonces gobernador de la provincia Dr. Dardo Rocha, nombra tres comisiones de técnicos para distintas regiones, con el objeto de que procedieran a realizar un minucioso estudio de los parajes, y luego lo asesoraran sobre la región que ofreciera mejores condiciones para levantar en ella la nueva capital de la provincia que acababa de perder la suya por su federalización. La comisión del sur se integró con el doctor Carlos Spegazzini como higienista, y por los ingenieros don Eduardo Aguirre y don Juan Cagnoni.
¿Por qué se eligió a Spegazzini? Poco tiempo antes había sorprendido a los intelectuales argentinos este hombre hasta entonces poco menos que desconocido, con una brillante conferencia dada en el Círculo Médico Argentino en Buenos Aires, sobre revolucionarias teorías microbiológicas y su relación con la demografía; teorías evidentemente nuevas por entonces. Rocha tuvo la certeza de que este estudioso constituiría un aporte positivo a su proyecto de fundación de La Plata.
Esta comisión, una vez lista, visitó todas las poblaciones y localidades a su parecer más importantes, del Sureste de la provincia, desde Quilmes hasta Bahía Blanca, recogiendo información valiosa y minuciosa, acopiando notas y apuntes de marcada prolijidad.
Es fácil imaginar que cada población de las visitadas se consideraba la más a propósito para ser transformada en futura capital provincial, y los miembros de la comisión, debieron, muchas veces con esfuerzo, eludir agasajos y fiestas. Así por ejemplo, en la ciudad de Quilmes, todos los habitantes encabezados por el Dr. Benavente, ofrecieron a la comisión un ineludible almuerzo y hasta un baile.
Pero lo que ahora nos interesa es referirnos a la inspección hecha a las cuchillas donde hoy se levanta La Plata. Para llevarla a cabo, los miembros de la citada comisión debieron trasladarse hasta el pueblo de la Ensenada de Barragán, donde la comisión fue atendida con cortesía por el opulento saladerista Juan Berisso en persona. Así también el vecindario, encabezado por el farmacéutico don Francisco Cestino, los homenajeó con una típica fiesta criolla, donde no faltó el asado con cuero, carreras cuadreras, corridas de sortija y otras expresiones de destreza gaucha. El acto central de la fiesta consistió en la inauguración de un monumento al general Liniers erigido en la plaza principal, con la particularidad de que el busto implantado era de yeso.
Aprovechemos ahora el relato del mismo Spegazzini y que él estampara en su libreta de apuntes (hoy perdida) fechando sus observaciones el domingto 25 de julio de 1881. Allí pudimos leer hace muchos años: "A las seis en punto se despierta don Juan Cagnoni y nos llama, levantándonos inmediatamente los tres, a pesar de hacerse sentir el frío con bastante intensidad (pleno invierno). Salimos al patio a lavarnos alrededor de un pozo de balde y enseguida pasamos a desayunarnos. Para las siete, todo el mundo estaba listo y en el palenque nos esperaba don Pedro Basterrica, teniendo ya ensillados los cuatro caballos que ayer nos había proporcionado el señor Berisso, de la Ensenada..."
Continuamos con el diario: "El guía Basterrica nos ha hecho tomar esta dirección porque la senda que serpentea al pie de la loma y la separa del extenso bajo, es, según él, más abrigada contra el pamperito picante de la hermosa mañana invernal, y nos permite aprovechar el sol tibio que recién comieza a hacer brillar la escarcha que por todas partes cubre totalmente el césped. En la planicie del bañado, que termina en la línea del horizonte, se ve una línea negra formada por bosques naturales de las orillas del río Santiago; y entre las islas del pajonal pasta ganado criollo, caballar y vacuno, bastante bueno aunque flaco. Durante el camino topamos con tres carretas cargadas de ladrillos que Basterrica nos dijo procedían de los hornos de Maldonado. Despúes de un par de cuadras topamos también con un graupo de tres miserables ranchos habitados por indios puros, que nos dijeron haber pertenecido a la tribu de Coliqueo. Cuanto más avanzamos, tanto más grande se nos aparecen los eucaliptos denunciando una plantación de mayor edar; y al fin llegamos al arroyo de la estancia de Iraola, de barrancas muy acentuadas aunque muy pobre en agua. Salvado que lo hubimos, desembocamos en una ancha abra de Este a Oeste, en cuyo fondo nos mostró nuestro baquiano los edificios de la estancia, inhabilitados porque sus dueños están en la ciudad..."
"Por el momento proseguimos al trotecito por una camino bien escarchado, alcanzando poco después el límite del bosque artificial, para desembocar en grandes rastrojos de maíz que nos obligan a subir a la meseta, desde la cual se domina una inmensa extensión de campo bajo y en donde Basterrica nos señala con el cabo del rebenque los negros montes de Santiago, los colosales ombúes de los López Osornio, los Talas, y, por fin, mucho más lejos, las chacras de la Magdalena. Ese recorrdio se hace lentamente, pues cada uno de los miembros de la comisión va tomando notas y apuntaciones relacionadas con el común cometido. A las nueve llegamos a los bordes de un aroyo mucho mayor, que nos fue indicado con el nombre de arroyo "Del Pescao", denominado así, según Bsterrica, por la gran cantidad de peces que contiene. Más al Este del mismo, ya no se ven lomadas notables, por lo cual resolvemos doblar hacia el Sur, donde vemos numerosos rastrojos de maíz y uno que otor cerco de cina-cina, agrigando algunos puestos de tamberos, cuyas jaurías furiosas amenazan atropellarnos y nos persiguen con encarnizamiento. El campo continúa bajando suavemente y haciéndose cada vez más cenagoso y casi impracticable, por lo cual alcanzado que hubimos el borde de una lagunita doblamos el camino rumbeando hacia el Norte siguiendo las sinuosidades de un arroyuelo casi sin agua que Basterrica bautizó con el nombre de arroyo Seco y que a unas treinta cuadras más adelante va aperderse en toras dos lagunitas que encontramos totalmente cubiertas de patos silvestres, gallaretas y teros. Desde allí divisamos algunas lomas bastante lindas hacia el Oeste; pero como don Eduardo Aguirre delcara que se hallan demasiado lejos de la Ensenada, resolvimos tomar de nuevo la dirección del ESte y, siguiendo el arroyo de la estancia, visitar ésta y las hermosas plantaciones que se extienden a su alrededor..."
Un famoso marino italiano, Santiago Bove, llega a nuestras playas en 1881 precedido por justa fama para realizar la tan ansiada expedición a la tierras y mares australes en el "Cabo de Hornos" puesto bajo el mando del bravo comandante don Luis Piedrabuena, y con el patrocinio del Instituto Geográfico Argentino que financió el viaje. Además del teniente Bove, jefe científico de la expedición y de Carlos Spegazzini, botánico y representante de la Universiad de Buenos Aires, participaron en el viaje otros hombres de ciencia.
La expedición partió de Buenos Aires el 18 de diciembre de 1881, dirigéndose primeramente a la isla de los Estados y después al Estrecho de Magallanes. Luego la expedición se fraccionó pasando Bove con Spegazzini a la goleta "San José" con la que pudieron navegar por los difíciles y angostos canales fueguinos alcanzando el canal de Beagle, pero naufragando después de luchas inenarrables en la bahía "Slogget", el 31 de mayo de 1882. Esos viajes sirvieron para establecer los derechos de soberanía argentina en la Antártida. Más tarde, fueron recogidos por el cúter de las Misiones Inglesas "Allen Gardiner" a bordo del cual regresaron a Punta Arenas, haciendo escala en Ushuaia. Exploraron además las costas del norte de Tierra del Fuego, alcanzando Río Gallegos y por fin Santa Cruz donde se encontraba la "Cabo de Hornos" en la que regresaron a Buenos Aires el 1º de setiembre de 1882.
Del episodio del naufragio, consideramos, debe conocerse algo al respecto, para interpretar mejor el coraje de aquellos seres aventureros. Entrados en la fatal bahía con el propósito de desembarcar, anclaron a unos 3/4 de milla de tierra. En los días 29 y 30: "se acechó toda ocasión para dejar la bahía, pero nuestras tentativas vueron vanas", cuenta Bove. "El 31 amaneció para nosotros demasiado oscuro. La marea había adquirido tanta fuerza que logró atravesar el buque convirtiéndose éste en un juguete del mar. dos o tres oleadas se sucedieron barriéndolo de parte a parte y ofreciendo tal trabajo a la cadena que el escoben de babor fue en breve arrancado. Valía más tentar la suerte echando la nave a tierra con el objeto supremo de slavar las vidas. A las 3 p.m. una pequeña balsa fue en un instante preparada y algunos barriles de galleta y carne salada fueron colocados en cubierta para que utilizaran los sobrevivientes. El marinero Howard se dejó valerosamente atar al timón; dos cuchillos desnudos fueron colocados cerca de él con los que pudiese cortar las liguaduras, así que su trabajo llegara a ser inútil. Por fin, entre la barranca y el mar, aparecieron algunos metors de arena, en donde la nave fue a enterrar su proa. En un instante la "San José" fue tumbada sobre su flanco izquierdo, el bote d ela derecha heco pedazos y todo objeto móvil desalojado de la cubierta..."
Cuenta a su vez Spegazzini que en la tarde del 31, "fuimos echados a la costa perdiéndose las colecciones casi completamente, habiendo sólo conseguido, con mucho trabajo, recuperar una pequeña parte; pero tuve la suerte de salvarme con mis libros de notas". Y agrega que "En el tiempo de permanencia en el lugar del naufragio levanté una lista completa de las plantas de aquella localidad y numeroso apuntes sobre la lengua de los indios que encontramos".
Spegazzini hizo otros muchos viajes de estudio por el interior del país. Entre ellos, el que llevó a cabo al través de Misiones, sobre todo con el propósito de reconocer los yerbales (1908) donde al margen de sus observaciones científicas, refiere impresiones interesantes que bien podrían hoy ser verdaderas novelas de aventura y suspenso: "En verdad que los temporales en las regiones subtropicales son imponentes; una persona que no los haya visto no puede hacerse una idea de esos asombrosos fenómenos eléctricos: los relámpagos se suceden sin interrupción y parece que el cielo se haya incendiado, al mismo tiempo que los truenos con detonaciones horripilantes son tan frecuentes que casi no hay interrupción, y parece que el cielo fuera una serie de minas colosales o un volcán en erupción."
Relata asimismo el viajero: "El día 19 acampamos en el Pozo del Bojiu (carayá) donde nuestro ganado fue molestado durante la noche por la visita de un tigre y por la mañana también dos leones (pumas) merodearon alrededor de nuestro campamento". En su libro sobre este viaje, hace comparaciones con otras zonas que también ha recorrido, entre ellas el Chaco, Jujuy, Tucumán, Catamarca, La Rioja, Salta, Córdoba, Mendoza y San Juan.
Don Carlos se levantaba con el alba, preparaba su desayuno y trabajaba hasta la hora del almuerzo. La primera hora de la tarde la dedicaba a los suyos, mujer e hijos con quienes era alegre y comunicativo. Después redactaba su correspondencia que él mismo llevaba hasta el correo platense.
De cuatro a cinco de la tarde tomaba su merienda y entonces daba de comer a las aves de la casa y a una bandada de gorriones que acudían a su llamado. A propósito de esto fue socio fundador de la Sociedad Ornitológica de La Plata en 1916. Profesaba verdadero cariño a todos los animales pero de manera especial quería a los pájaros.
Volvía a trabajar o leer hasta la hora de la comida. No se acostaba nunca pasadas las diez de la noche. Masticaba nuez de kola en vez de fumar. Decía que para distraerse o estimularse, como hacían algunos que en vez de fumar mascaban tabaco. De riguros etiqueta asistia a las recepciones que periódicamente ofrecía el gobernador D'Amico en la mansión de la calle 14. pero en general era tan grande su despreocupación en el vestir como interesante su aspecto y respetable su sabiduría y su moral.
Hombre resuelto y franco, no hacía nada a medias. Su carácter se ponía de manifiesto en su apostura, en sus gestos y aptitudes, en su modo de andar rápido, derecho, con la cabeza erguida y el chambergo negro de alas anchas echado hacia atrás, dejando al descubierto su blanca y anchurosa frente.Nos cuenta el profesor José F. Molfino que en la aciaga noche del 1º de julio de 1926, se acostó don Carlos un poco más tarde que de costumbre en esa época del año; eran las nueve y acababa de redactar su página diaria y, ya en el lecho, sufrió un fulminante ataque de uremia, derivado en una edema pulmonar agudo como consecuencia de su nefritis. Cobró fuerzas y consiguió vestirse de nuevo para ir de por sí a buscar agua caliente volviendo a su habitación acompañado de su señora e hijas, y animándose a sí mismo; la sofocación lo venció y entonces exclamó como despedida :"¡Adiós, hijas!" mientras caía muerto sobre el sillón colocado al lado de la cama y con la cabeza sobre ésta. El Dr. Giordano Bruno Cavazzutti, llamado con urgencia, no tuvo más misión que certificar la muerte. Había muerto en su casa de la calle 53 nº 477, donde vivió sus últimos años.
Días después fue hallado su testamento con recuerdos y consejos para todos los suyos, legando su casa familiar al Museo de La Plata con la condición de que fuese transformada en un instituto de botánica que llevara su apellido. La donación incluyó también todas sus colecciones y sus instrumentos científicos. Se hizo efectivo este legado el 26 de abril de 1930, inaugurándose el Museo Spegazzini. Corría el año 1898 cuando el doctor Silvio Dessy, bioquímico de nota, italiano, arribó a neustra ciudad y se alojó en el chalet del gobernador Dr. D'Amico. Pronto creció entre Dessy y Spegazzini una sólida amistad. Es Dessy quien al hablar del sabio dijo: "Spegazzini, en las muchas veces que honraba mi casa con su prencia, captaba mi atención con su interesantísimo conversar sobre plantas argentinas, sus propiedades, de interés médico o industrial, y los misterios de su biología. No solamente de plantas hablaba Spegazzini, el vasto campo de las ciencias naturales no tenía para él rincones inexplorados y el relato de sus viajes de estudio y de exploración por toda la República, la mayoría de los cuales remontaba a épocas en que el viajar resultaba todavía peligroso, era de un cautivante interés. Muchas veces lo insté a que escribiese la historia de su vida americana, había asistido y cooperado al maravilloso desarrollo de este país y nadie más autorizado que él, para relatar la evolucion de ese progreso incesante, en el largo sucederse de los años de su vida".
Spegazzini explorador, naturalista, políglota, publicista, maestro, estudiosos, amigo, jefe de familia, vecino: su memoria es imperecedera en La Plata, en la Patria qua adoptó, en la Patria que jamás olvidó y en los centros del saber del mundo entero.

BENITO LYNCH

El novelista encerrado
Por Gabriel Bañez

El hombre se agachó, recorrió el estanque con la mirada, y arrojó la cabeza de pescado al centro. Luego se quedó absorto, pero en el instante en que el agua se enturbiaba y el yacaré abría las fauces, él se apartaba. No escuchó el sonido seco. Cuando la bestia terminó de engullir, sonrió. Era una ceremonia extraña y violenta, pero le atraía. Cada tarde, a la caída del sol, repetía el mismo acto. En la casona de diagonal 77, quedaban muchos recuerdos familiares y un pequeño zoológico: un carpincho, dos teros, conejos, una mulita, el yacaré, también un cuervo. Aunque el rito de alterar la paz del estanque formaba parte de un vínculo último y sagrado: le recordaba a don Benito, su padre, no sabía bien por qué. Acaso porque ese hombre ríspido de raíces irlandeses había sido no sólo intendente de la ciudad sino también director del Zoológico, acaso porque él, desde hacía muchos años, estaba como el yacaré: retirado en su estanque cerrado de la casona en La Plata.
¿Estancado el autor de "El inglés de los güesos"? ¿Retirado "El poeta"? ¿O simplemente apartado, escondido, después de los éxitos de sus libros, de sus traducciones y de las versiones cinematográficas a las que fue renuente? Sonrió nuevamente, pero sin ganas: "El poeta" era un apodo que íntimamente despreciaba. Quizá por eso al yacaré nunca le había puesto nombre, a ninguno de los animales en verdad. Algunas de las cartas que le llegaban de lectores y admiradoras preguntaban por ese potrillo roano del cuento, si le había pertenecido en la infancia. El hombre amaba los caballos, más que a ningún otro animal. Pero la casona no era la estancia de su infancia, La Plata mucho menos Bolívar. Raro. Los reporteros que buscaban entrevistarlo jamás se detenían en esos detalles. Cuando no le preguntaban por sus afinidades con Güiraldes, querían saber sobre tal o cual personaje -Mario en especial, su alter ego-, o por el llamado "criollismo" o por sus lazos con los naturalistas europeos, o por su amistad con Manuel Gálvez. Claro que últimamente no aceptaba reportajes, mucho menos charlas con editores o propuestas para nuevas ediciones. Las invitaciones de presentaciones de libros terminaban sin abrir en un cesto de su escritorio. No era soberbia ni altanería, al contrario. Era querer estar solo, tan simple y transparente como eso.
En Buenos Aires alimentaban el mito del escritor oculto. Sostenían que Benito Lynch rumiaba en soledad el drama de un lejano amor trunco; que también guardaba el misterio de un romance con una mujer muy importante y de la sociedad porteña, pero casada con un político de renombre; que escribía en secreto una novela extensa en la que revelaba detalles de esa relación aunque con los nombres de los personajes modificados, etc. Existía, es cierto, un aura de leyenda en torno a su figura. Y la figura no lo contradecía: alto, huesudo, elegante, con rasgos enérgicos pero finos y el bastón que le daba un aire de sofisticación y clase. Sin embargo, por las tardes el ermitaño se permitía algunos gustos: la biblioteca del Jockey; un café con amigos en la calle 7; las charlas con ex compañeros del diario "El Día" de la vieja redacción de 51 entre 7 y 8; el consejo a un autor novel que le entregaba sus originales; una cita con alguna muchacha bastante más joven que él en un apartado del Tortoni cuando iba a la Capital. Nada más. Apartado de cenáculos, capillas o sociedades literarias -a las que rechazaba sabia y pulcramente-, sus salidas eran esporádicos paseos ciudadanos, un contacto mínimo con el afuera. El adentro estaba poblado de recuerdos, lo acompañaban a diario. Tampoco quería desprenderse de ellos: eran su alimento.
Por la mañana había una rutina en esa construcción neoclásica y detalles belle époque casi asomada a la plaza Italia: tomar mate amargo, leer "El Día", y luego revisar la correspondencia. Como a eso de las 10, Marta, la criada, le acercaba el primer té con limón de la jornada, serían varios. La rutina exigía un poco de conversación y ella la asumía como una lealtad antes que como un deber: ese rictus sombrío del escritor la predisponía mal. No por nada, el suicidio de su hermano Armando todavía impregnaba el aura de los Lynch. La muerte de su madre dos años después, en 1937, era otro de los recuerdos fijos. Conversaban un rato; él a regañadientes; ella con la insolente intimidad de quien se sabía "de la familia". Una anécdota, una casi manía: dar como fecha de nacimiento el 2 de junio de 1885. La buena criada se lo recordaba permanentemente y lo recriminaba: "Su madre Juana me contaba que lo tuvo un 25 de julio". El, escueto y cortés, respondía: "Mi madre era uruguaya y astróloga". El diálogo era parte de un juego de soledades: la madre de Benito Lynch, en efecto, había nacido en Uruguay. Aunque una de sus pasiones estaba en la astronomía, no en la astrología. La otra verdad a medias del pasatiempo era que Benito había sido bautizado el 2 de junio de 1885. "Es fecha ceñera? le gustaba bromear.
De joven deportista, aficionado a los guantes, a la esgrima, al remo en Regatas o al fútbol en el Gimnasia amateur, aquellos años tibios le reservaban tanta correspondencia de muchachas en flor como recuerdos invencibles. A la primera la mantenía encarpetada y escondida celosamente en el fondo de un armario de doble llave, a los segundos cada tanto los sacaba a relucir. Como conservador de buena estirpe, guardaba estilo y discreción. Hablaban de todo con Marta, menos de "esa mujer". Saturnina se llamaba. Había visitado la casona durante un buen tiempo, primero ayudándolo con la mecanografía de sus cuentos y novelas, más tarde como amiga y durante los últimos meses como "novia oficial". O casi. Porque el autor de "Los caranchos de la Florida" había hecho lo imposible por mantener el vínculo en la mayor de las reservas. Tenía sus razones. Marta jamás le había guardado ninguna simpatía. Como fuera, las charlas se extendían hasta las 11, hora en que la criada se marchaba al mercado de 4 y 49. Lo hacía en tranvía. Benito los aborrecía: "Con ese ruido no dejan pensar". Aunque últimamente ya no se quejaba tanto de los temblores ciudadanos y a la criada le daba que pensar: "Se está volviendo sordo". Era cierto: lúgubre, sordo, cada vez más encerrado en si mismo y víctima de la impronta los buenos tiempos. Haber sido feliz tenía sus riesgos.
Uno de los pocos que intentaba animarlo era Juan Carlos Rébora, antiguo compañero de la redacción de "El Día" y luego rector de la Universidad de la ciudad. Aunque las opiniones de Rébora tenían un peso relativo debido a su amistad incondicional. Fue por ese motivo que el escritor se negó a recibir en persona el "Doctor Honoris Causa" con que la Casa de Estudios platense lo distinguiera: Rébora ocupaba el cargo mayor. En todo caso, prefería confrontar con su otro buen amigo Juan Carlos Mena: sus opiniones en materia literaria no estaban tan condicionadas. O con el Dr. Juan Carlos Olmedo Varela, quien a pesar de sus insistencias sobre los riesgos del humor melancólico, le dispensaba confidencialidad y conversación inteligente.
-No se puede vivir en el encierro -lo animó una tarde, en el Jockey.
-No vivo encerrado.
-Es lo que dicen, y creo que tienen razón...
Benito miró con dureza a Olmedo Varela. Apartó "La educación sentimental", y dijo:
-Hablan los que no saben.
Tenía razón. Pocos, o casi nadie, conocían el misterio del escritor, su cicatriz sentimental. No era el solterón empedernido como se decía en aquellos años. Era el escritor herido. Años atrás había evitado las pompas del éxito de sus dos novelas más importantes, negándose a asistir al rodaje de "Los caranchos de la Florida", con José Gola, Amelia Bence y un elenco digno del cine de oro argentino, primero, y luego rechazando de plano la invitación de Carlos Hugo Christensen, el director de "El inglés de los güesos", para asistir a su estreno. En Buenos Aires se tejían todo tipo de conjeturas. Sin embargo, dos semanas después del estreno de las películas, el escritor viajaría a Buenos Aires a verlas. Fueron dos las ocasiones, y en ambas pasó desapercibido. Pero no estaba solo. "El inglés de los güesos" lo decepcionó.
Una tarde de 1948, a la salida del Jockey, en 7 entre 48 y 49, un tranvía lo rozó de costado y lo arrojó al empedrado. El escritor no había escuchado las campanas de advertencia del motorman: estaba completamente sordo. De regreso de las curaciones, la criado lo vuelve a recriminar: había abandonado el audífono en el fondo de un cajón de su escritorio. Jamás lo había usado, menos en público. "Es un aparato indigno", repetía con algo de razón. Después de ese incidente, sus escasas salidas se espaciaron aún más. Se dedicó con esmero y pudor a continuar esa novela secreta y de título impostado ("Patricia") que venía alimentando en soledad y a la cual nadie pudo nunca acceder; se dedicó también al alimento rutinario de sus aves y animales, y se dedicó, más que a nada, a rumiar el pasado. Claro que a ese alimento de la nostalgia había que balancearlo: por un lado la infancia feliz de juegos en la estancia El Deseado, en Bolívar; más tarde sus correrías de juventud en el Nacional de La Plata y luego sus primeras crónicas sociales en "El Día" y las tertulias de redacción. Por otro lado, y como la contracara del novelista de éxito, su frustración amorosa y ese paulatino, discreto, distanciamiento del mundo social que tanto había nutrido a los Lynch. Era una soledad alimentada, sin duda.
Esa tarde terminó de darle de comer al yacaré y pensó que los animales son animales y nada más. En algún lugar del campo bonaerense quedaba ese párrafo sobre la rústica felicidad de los boyeros en medio de las alambradas de siete hilos de los patrones de estancia. La ciudad crecía demasiado rápido. Se quedó absorto mientras el dolor punzante le recorría el estómago. Luego se incorporó y volvió a su escritorio. Esa noche no comió, estuvo corrigiendo. Tres meses después lo internaban en el Instituto Médico Platense. Era el año 1951, y murió tan anónimamente como había vivido durante los últimos años. En algunos medios de la Capital recordaron su fallecimiento con un pequeño recuadro. Se había ido el más grande novelista de La Plata.

ALMAFUERTE

Poeta de nervio y corazón
Por Juan José Terry
La vida de Almafuerte va a caballo de dos siglos, un período de transición en el que se van gestando ideales, en el que se sueñan ilusiones que muchas veces, y para la mayoría, no alcanzan a dar a luz en nuevos valores. Damasiadas veces la realidad, como en el caso de Almafuerte -quien nace el 13 de mayo de 1854 en San Justo y fallece en La Plata el 28 de febrero de 1917- obliga a vivir de prestado, son años de cansancio, de mucha pobreza, de la que el vate no se podrá librar hasta su muerte y que signará su existencia. Pero el poeta no se entregará jamás. En su reacción ante los golpes de la vida, procurará siempre que la virtud esté en unidad, a su manera, a la actividad práctica, procurando respirar en un ambiente de mayor solidaridad y justicia, no para él -que sabía sobreponerse- sino para los demás, para los desposeídos. "Mi política de la vida, dice, consiste en entregarlo todo a los demás. Es la locura de la pureza, el delirio de la abstención". En estos términos se dirige a don Bartolomé Mitre en ocasión de solicitarle un empleo, y agregaba "algo modesto para que no produzca envidia".
Llevó casi siempre una vida azarosa, pero lo poco que tenía lo compartía. Sus años de infancia fueron cruciales. A los cuatro años quedó huérfano y fue adoptado por una tía. Estudió en una escuela religiosa de Pilar, familiriándose con la lectura de la Biblia y con la práctica del dibujo. Muy joven se despiertan en él las inquietudes literarias, al propio tiempo que se dedica al ejercicio de la docencia primaria, convirtiendo luego su casa en una verdadera academia -presidida por su genio díscolo e irritable- cuando se lo privó de la enseñanza oficial por carecer de título. Y cuando se le achacaba de inculto, como un predicador laico respondía: "Tengo la ignorancia de los apóstoles y de los profestas". "Yo renuncié las glorias mundanales/ por el arduo desierto solitario/ para sembrar también abecedario/ donde mismo se siembran los trigales".
"La gloria de Almafuerte, dice el Dr. Tomás Diego Bernard, está en su ejemplarizador magisterio de auténtico educador". Por eso, siendo ministro de Educación de la Provincia, el 9 de septiembre de 1974, por decreto le devolvió al maestro su título de tal, poniéndolo a la cabeza del magisterio bonaerense y proclamándolo hijo de Buenos Aires y paradigma docente.
Almafuerte -Pedro B. Palacios- es un poeta identificado con La Plata, aunque no haya nacido aquí. En nuestra ciudad, donde se radicó definitivamente en 1904, escribió su obra más trascendente. Aquí tenía su núcleo de amigos, entre llos los pintores Faustino Brughetti y Atilio Boveri. "El Misionero", que acaba de cumplir cien años, fue dedicado a Bartolomé (Bartolito, expresa) Mitre, con quien mantenía fluída comunicación y en cuyo diario publicaba. Cabe recordar también sus "Sonetos medicinales", "Evangélicas", milongas, discursos, poesías, etc. editadas en sus Obras Completas.
Discutido en vida, alcanzó sus horas de gloria después de su partida física gracias a sus obras poéticas que mantienen viva su presencia y lo han convertido en un monumento de la literatura argentina. Pedro B. Palacios es el rapsoda constructor y forjador de almas que vivió entre el murmullo de los grandes espíritus y que quiso siempre dar testimonio ejemplar. Sus huellas, su sombra, así como sus versos y estrofas son fáciles de hallar en ese oceáno poético de vértigo contínuo que no se puede atravesar impúnemente, porque está pleno de enseñanzas, de lecciones, de advertencias que harán a quien lo frecuente sentirse renovado después de su lectura, como si se hubiera tenido una prodigiosa iniciación. Baste como ejemplo aquí, el segundo de sus Sonetos Medicinales: !Piu avantis! "No te des por vencido, ni aún vencido,/ no te sientas esclavo, ni aún esclavo;/ trémulo de pavor, piénsate bravo,/ y acomete feroz, ya mal herido./ Ten el tesón del clavo enmohecido/ que ya viejo y ruin, vuelve a ser clavo;/ no la cobarde estupidez del pavo/ que amaina su plumaje al primer ruido./ Procede como Dios, que nunca llora;/ o como Lucifer, que nunca reza;/ o como el robledal, cuya grandeza: necesita del agua, y no la implora.../ ¡Qué muerda y vocifere vengadora,/ ya rodando en el polvo, tu cabeza!".
Se experimente satisfacción en su lectura, donde se advierte su sueño de justicia para los desposeídos y la lucha constante de su vida, que continuará hasta el aliento final, en el que el combatiente y el creador se funden en el asceta que después de la experiencia liberadora le ha permitido eliminar las sombras para alcanzar en plenitud la libertad. "Vive la vida plena, pero muerto". (verso del cuarto Soneto Medicinal).
Sostuvo su acción en la firmeza de su carácter que supo mantener en todo momento, guardando asimismo fidelidad esencial a su sensibilidad y estilo. Nos ha llegado de él una imagen íntima que lo muestra como un hombre palpitante y sencillo, gruñón y a veces agresivo, pero cargado de sabiduría y de gran preocupación social por la vida de sus semejantes, especialmente de los niños. Estas circunstancias están unidas, seguramente, a su permanente vinculación con la enseñanza, núcleo esencial de nuestra vida educativa y cultural, y que contribuyeron a exaltar aún más sus rasgos morales y la austeridad de su vida.
Forjado en esa dura disciplina, de tensiones y desamparo, se movió siempre entre esas dimensiones de la vida, tan comunes entonces y aún nuestros días, pero a la hora de optar en la defensa de los intereses, no tuvo dudas en inclinarse siempre hacia los menos favorecidos por la fortuna, a la vez que en lo personal se refugiaba en su interioridad para poder brindar esa extraordinaria ofrenda cultural, esa creación intelectual volcada en su poesía, su prosa, sus cartas, discursos, arengas y conferencias donde brillaba con elocuencia de tribuno.
A casi 90 años de su muerte, la obra rica y fecunda de este singular vate, resiste el peso de un tiempo que ha pueso en revisión todas las estructuras, no sólo culturales, sino también sociales y políticas. Es que la obra de esta alma sensible y emotivo se iluminó siempre, desde su más temprana juventud, por el respeto a la dignidad del hombre y a la libertad como valores supremos. Quien supo luchar incansablemente en todas las direcciónes del espíritu y en todas las instancias del compromiso moral y material, recibe el homenaje de la emoción de quienes se acercan a sus versos impregnados de sueños e ideales. Ellos pueden aún ayudarnos a superar la compleja realidad cotidiana y a convencer -que es vencer sin espada- a quien se acerque a su poesía plena de una perennidad manifiesta y de una vitalidad innovadora, con su amor por lo humano y su regla de justicia.
Queremos cerrar estas reflexiones con las palabras del poeta neo-helénico (griego) Giorgos Seferis, que creemos podemos aplicar a Almafuerte: "La perennidad de la poesía -de esta voz humana que llamamos poesía- da a la lengua no sólo su carta de nobleza, sino su verdadero horizonte, su horizonte esencial. Esta voz corre en todo momento peligro de extinguirse por falta de amor. Pero encuentra refugio y constantemente renace. Su campo propio está en el corazón de todos los hombres de la tierra. Posee el encanto de huir de la industria de la costumbre". Y luego de otras consideraciones admirables, concluye Seferis: "En este mundo que va encogiéndose cada vez más, cada uno de nosotros tiene necesidad de todos los demás. Tenemos que buscar al hombre donde quiera que se encuentre".
Este sendero de coacción, paciencia y compromiso es el que ha seguido Almafuerte a lo largo de su existencia, procurando paralelamente desde lo más profundo de su ser, ser un hombre libre, irreductible. Su poesía se ha convertido en una especie de respiración personal, íntima, visceral; una poesía de nervio y corazón que hace que jamás podamos minimizar su obra o las imágenes de sus palabras, sino a sentirlo presente y cercano. Su voz se eleva por encima de muchas otras voces poéticas; es una voz tempestuosa y enfática, orientada hacia lo universal, irrigada mediante una savia furiosa de visiones proféticas que lo llevaron a encontrar en cada detalle de la vida un símbolo vivo y significativo. Poseyó la armadura valiente de los iluminados. Con su grito y su canto rebelde supo sobrepasar la indiferencia de muchos y alcanzar la grandeza que le reconoce la posteridad. "Todo lo alcanzarás, solemne loco,/ siempre que lo permita tu estatura". (verso del sexto Soneto Medicinal).

ALEJANDRO KORN

Crónica de un médico romántico
Por Abel Román
Su nombre en el frente del Hospital de Melchor Romero evoca al médico talentoso y pionero, que fue y con notable intensidad, pero no es suficiente para descubrir la dimensión integral de su singular personalidad. Hombre magnífico, rebelde y apasionado que ningún habitante de La Plata que vivió en los primeros treinta años del siglo veinte puede haber olvidado. Alto, grandote, con pinta de alemán acriollado, una cabezota con cabello enrulado, abundante y nunca bien peinado, un frente despejada y un aire distraído, era la estampa clásica del pensador romántico.
Como muchas veces andaba hablando solo, algunos creían que era un poco loco, pero los intelectuales lo respetaban y escuchaban y los jóvenes, sobre todo los inquietos, lo buscaban y se reconfortaban con su trato cordial y su palabra inteligente. Enemigo del exhibicionismo, le encantaba la apacible serenidad de la ciudad de esos tiempos, y viajaba muy poco, transcurriendo gran parte de su vida en La Plata.
No se notaba ni en su lenguaje, ni en sus libros que fuera médico, su pensamiento se expandía con tal enjundia que borraba los márgenes de su formación profesional, que era sólida y entrañable, pues se había originado en su infancia, porque su padre, Adolfo, fue también médico y él personalmente le había enseñado a leer y a escribir en español y en alemán. Korn, hasta niveles casi increíbles, fue de todo un poco, así en sus quehaceres, como en su pensamiento.
Se doctoró en medicina con una tesis de psiquiatría, cuando esta rama de la ciencia estaba en sus albores. "Locura y crimen" fue el tema de su trabajo. Organizó el Hospital de Melchor Romero con mano firme y técnicas innovadoras. Elaboró informes sobre distintos tipos de enajenación mental que se conservan en la biblioteca del Hospital y que configuran investigaciones de relevancia. Se jubiló en 1916 y no volvió a ejercer la medicina.
Fue profesor de Anatomía en el Colegio Nacional, de Historia de la Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras y luego el gran maestro de Etica y Metafísica en la Facultad de Humanidades. La docencia, quizá, fue su más genuina vocación. Además fue escritor, y de los buenos. Poeta en sus mocedades, retornó a la poesía en los últimos años de su vida. No publicaba casi nada, pero se conservan numerosos originales, amigo de Alberto Arrieta colaboró en sus revistas "Ideas" y "Atenea", con algunos ensayos que anticipaban su obra posterior. Su pensamiento se insinúa en "Las influencias filosóficas en la evolución nacional", que redactó en 1919 y se editó luego de su muerte. Pero su obra más importante es "La Libertad Creadora", en ella refleja la integridad de sus ideas, su rica condición humana, su inclaudicable optimismo en el destino del hombre y simultáneamente retrata el tiempo que le tocó vivir y la posición de su generación. La primera versión es publicada en 1920 en la Revista "Verbum", luego se fue completando hasta prácticamente duplicarse en su versión definitiva.
Expresa el pensamiento de Korn un respeto profundo por el hombre en su condición individual e intransferible, por la libertad de espíritu, más allá de cualquier limitación externa. El hombre se redime a si mismo, siempre y solamente, cuando en su libertad interior se encuentra consigo. Esta es la gran enseñanza de Korn, el hombre, pequeño ante la naturaleza, desvalido ante los poderosos, agredido casi siempre por un mundo hostil, vuelve, una y otra vez, a su dignidad esencial, cuando es dueño de si mismo, de sus pasiones y sus debilidades. La verdadera batalla por la libertad se libra en nuestra propia conciencia y así la lucha por la vida y por la libertad son una misma cosa. "La Libertad Creadora", seguramente, contiene ideas superadas por las corrientes filosóficas posteriores, pero es un libro indispensable para comprender una generación de argentinos y a un tiempo de su historia, que tenía en la ciudad de La Plata, un resorte vital. No es la intención ni la pretensión agotar aquí y ahora el ideario de Korn, pero es indispensable señalar que al final de su vida no sólo se reencuentra con la poesía sino que concilia su idea de libertad esencial con la de Dios como supremo diseñador de la humana tarea.
Pero dejemos al filósofo y retornemos, para la pincelada final de su evocación, al hombre de carne y hueso; al grandote de cejas tupidas, que habitualmente estaba despeinado, caminaba hablando solo, vivió en Tolosa y mas tarde en el centro, fue padre siete hijos y para complementar sus ingresos traducía novelas y tenía tiempo para cultivar la amistad, con prolijidad sagrada, "Tener un amigo es una conquista", repite a menudo en su versos no publicados.
En 1917 fue concejal de La Plata, por el Partido Conservador y luego candidato a diputado. Renunció al conservadorismo en 1918 y se olvidó de la política por doce años, pero en 1930 se afilió al Partido Socialista y fue sucesivamente candidato a concejal, a senador provincial y a diputado nacional. No fue electo para ninguno de esos cargos pero en 1934 fue elegido como constituyente para la Asamblea que dictó la constitución de la provincia, aunque nunca se hizo cargo de esa función porque renunció antes de asumir. Alejandro Korn murió en La Plata en 1936, en su casona de la calle 60. Quiere la leyenda que en sus instantes finales, rodeado de sus hijos, levantó con mano temblorosa una copa de champan y brindó por la vida.